Con el movimiento llamado impresionista los pintores salieron de sus estudios a la búsqueda del movimiento, de la luz verdadera, de esa mezcla de colores que impresionan nuestra retina y se mezclan en ella en vez de en la paleta. En su reto por mostrar la sencillez, la autenticidad de la vida diaria, dieron con el placer de cuidar un huerto con sus flores. Se convirtieron en apasionados jardineros y hortelanos, pasión que les ayudó sin duda a inmortalizar sus rincones favoritos, como los nenúfares de Monet o los paisajes de Renoir, Pissarro, por citar los más conocidos.

Este cuadro, titulado El gran huerto, de Pierre Bonnard, pintado entre 1894-1895, es también un buen ejemplo de cómo trabajaron en retratar un instante. Es el gran huerto, antes de la era química, donde tienen cabida el corral, la pradera y la zona de frutales, ese vergel que intuimos cercano a la casa y apenas separado por una rústica valla. Casi escuchamos las voces y risas de los niños, a los que su madre ha encomendado recoger las frutas caídas mientras ella, con sus ropajes de otro siglo, justamente remangados los brazos, recoge la ropa tendida al sol y ya seca. El perro vigila de lejos el habitual cacareo de las gallinas, gobernadas por los gallos siempre prestos a retarse entre ellos.

No son escenas mitológicas, ni grandes momentos históricos, y sin embargo cuánto nos dice de esa época. Si la comparamos con la actual solo en un huerto ecológico podría darse una libertad y armonía así, en plantas, animales, incluso en las rosas se habrá buscado variedades antiguas, probablemente como estas, discretas pero perfumadas.

Rosa Barasoain