Joan Miró dio la vuelta a muchas situaciones, incluso a las fechas, porque nació en 1893 y falleció en 1983; su salud era delicada y casi llegó a centenario; el camino que su familia le había marcado era el de ser fraile o soldado –y si no quería estos destinos heroicos, al menos que fuera un empleo estable como contable– pero logró llevar adelante su vocación artística; cuando muchos soñaban con triunfar en París, él dejó la gran ciudad de la luz porque añoraba sobremanera el contacto con la Naturaleza. “La masía”, esta tela que comenzó en Montroig, continuó en Barcelona y terminó de pintar en París, era como su maleta existencial. En ella estaban todos los elementos que conocía desde niño, en ella se esmeró durante meses en pintar al detalle la casa labriega, el árbol, los animales del corral, los de compañía, los elementos de uso diario en una granja y, como él reconoce en algunas cartas, quiso pintar al detalle hasta las humildes briznas de hierba. Y no cualquier hierbajo, sino las hierbas que él conocía y recordaba. Tenía entonces 28 años. Necesitaba de su tierra y sus raíces para a partir de ahí, como hizo después, explorar el sentimiento y la expresión más libres: toda una vida para llegar a pintar con la genialidad de un niño.

Rosa Barasoain