No sólo los paisajes se añoran. Cuando viajar no es “tragar” kilómetros sino vivirlos con todos los sentidos, recordamos alimentos y sabores que regresan de nuestra infancia, recuerdos que encierran sabidurías que se comprenden con los años. Hoy se viaja demasiado deprisa, consumimos sin descanso kilómetros e informaciones que por la prisa todavía tardaremos más en asimilar e incluso se eclipsarán. Por eso reivindiquemos viajar despacio, saborear cada tramo, especialmente ese reponer fuerzas con platos auténticos allí donde vamos, o con alimentos cercanos, sin necesidad de traerlos de lejos, alimentos que hayan tardado su tiempo en desarrollarse bajo el cielo, con tierra, agua y sol pero, sobre todo, con los especiales cuidados de la vista y las manos hortelanas, en el corazón de una huerta que si no fuera por la agricultura ecológica ya no existiría, como la achicoria protagonista de esta página.

De ella, de la achicoria verde, de sus características botánicas y de su cultivo hablamos en el nº 45 de esta revista. No es mucho decir que pertenece al género Cichorium, porque luego hay dos subespecies, Cichorium intybus var. foliosum o achicorias de hoja, y las Cichorium intybus var. sativum de gruesas raíces (con las que se preparaba en los años 40 un sucedáneo del café) y después es muy sencillo perderse entre variedades incluso en una misma comarca. En el número citado hablábamos con hortelanos navarros y aragoneses, como José Carlos Sainz que compartía su experiencia de ver cómo en los mercados ecológicos de Zaragoza algunas personas mayores se emocionaban al volver a coger en sus manos una achicoria bien cultivada, blanqueada para que su interior sea tierno y su exterior luzca una trilogía de verde claro, reflejos rojos y un vitaminado verde oscuro.

A veces el hortelano no encuentra ya las semillas o compra simplemente la que le ofrece el vivero, las que el marketing pone de moda de manera fugaz. Y mientras se pueden perder tesoros de la huerta, como estas achicorias, un alimento popular, económico, con propiedades medicinales, pero sobre todo que pervive en nuestras células porque siempre te sienta bien. El amargor de la achicoria se debe a sustancias como la intibina, que actúan sobre el hígado y el estómago, favoreciendo sus funciones. Aporta pocas calorías, pero diversidad de vitaminas, minerales y fibra, virtudes que aprovecharemos al máximo si es ecológica y recién cogida de la huerta, todavía lozana.

De niños nos resultaba demasiado amarga, pero en otoño e invierno nos encantaba comer sus hojas más blancas y tiernas en una ensalada con granos de granada o ricas olivas (tanto las negras arrugadas como las jugosas y verdes aliñadas con hierbas). Y un buen aceite. Las patatas suavizan su sabor si la comes cocida, porque de ella se aprovecha todo. Las hojas más exteriores, energizadas por el Sol pero sobre todo por el frío cierzo –porque necesita horas frío–, son excelentes en caldo, muy remineralizantes, y combinan bien con otras verduras. Infalible e infaltable en la sopa juliana, incluso me he atrevido a preparar un caldo gallego con achicoria en sustitución de los ricos grelos, porque no los tenía a mano… Estas mixturas viajeras me encantan.

La achicoria tiene otra virtud: procede de una selección masal, es decir, hecha por generaciones de hortelanos que la adaptaron a sus gustos a partir de una planta silvestre que se daba desde Egipto hasta todo el continente que hoy llamamos Europa. Ella sí que ha viajado despacio. Y ha dado lugar en cada región a una verdura diferente. Las huertas de Navarra, Aragón, La Rioja, dieron la achicoria de la que hablo y admiro, de largas hojas; más corta es la llamada “achicoria de Catalunya”, seleccionada a partir del diente de león; en Castilla y León me hablaron de las variegadas, verdeamarillas, en forma acogollada; en Italia se ha llegado a las rojas radiccio; en Bélgica a las endivias; y en Francia a las casi blancas “Barbas de capuchino”, achicorias rizadas cultivadas en una absoluta ausencia de luz. Os propongo probar la sencilla achicoria verde, de hojas largas, bien soleada y ventilada, blanqueada con el arte de quien la cultiva. Cuando ya mide medio metro de altura, entonces la cierran como un abanico y la atan por la cintura de manera que quede vertical, y la dejan así unos días, cortándola luego a ras de tierra, ya tierna y delicada.

El mercado nos trae alimentos traídos de lejos, y está bien probar y descubrir, pero nada más exótico –ni más ecológico– que lo muy local, ni nada más hermoso que el amor a la tierra, a la Madre Tierra, ensalzada en cada alimento que nos entrega.

Texto: Rosa Barasoain