La parte comestible de la alcachofa, lo que llamamos cabeza, es un grupo de apretadas brácteas que poco a poco se van endureciendo hasta abrirse para dejar salir a las verdaderas flores, miles de “pelillos” que forman una espesa brocha de color entre azulado y morado, como sucede en los cardos. La planta completa, de casi un metro de altura, que podría permanecer en la tierra hasta diez años, en convencional se retira al segundo año, mientras en ecológico con buenos abonados y aclareos puede regalarnos entre otoño y primavera, al menos durante cinco años, con una docena de tiernas cabezas, como las de la variedad Aranjuez, o la variedad blanca de Tudela, con su pequeña hendidura en la punta. Su cultivo pide unas huertas cálidas, bien alimentadas con compost y protegidas de los hielos; a cambio, como explicaba el profesor Antonio Bello en el nº 5 de esta revista, las raíces de la alcachofa limpian de nematodos la tierra, de ahí que sea tan interesante incluirla en las rotaciones.
Los niños y las personas sin problemas digestivos podemos disfrutar de unas buenas alcachofas simplemente retirando las hojas duras y cociéndolas partidas en mitades. O cortadas en lonchas, a la plancha con sal y zumo de limón, o bien acompañarlas de salsa con almejas, o rellenarlas con jamón y setas, incluso rebozarlas con huevo como parte principal de una buena menestra. Para no perder sus propiedades medicinales lo ideal sería comerlas crudas, cuando están muy tiernas, como hacíamos de niños jugando a comer sin pincharnos las cardonchas silvestres, que luego descubrí se llaman cardo mariano, Silybum marianum, también de excelentes propiedades para cuidar el hígado. Como en aquel juego, podemos comer las alcachofas ya un tanto duras, las que han comenzado a subirse a flor. Suele coincidir que son las de mayor tamaño, por eso las cueces en agua y sal, y te sirves una en el plato, rodeándola de aceite y vinagre. En esa salsa irás impregnando la parte tierna de cada hoja, comiéndola y deshojando la alcachofa como si fuera la flor de tus recuerdos, hasta llegar al corazón. Entonces retiras la pelusa, ¡pelillos a la mar!, y te comes la parte más suave y delicada, con gusto, limpiando el cuerpo y la memoria, para quedarte tan sólo con los buenos recuerdos.
Texto: Rosa Barasoain
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